Ley de Lavoisier

July 17, 2020
Cuarentena

Ustedes se preguntarán: ¿Qué tiene que ver la vida diaria de una mujer como yo, y en plena pandemia, con el postulado que hizo el químico francés Antoine Lavoisier en 1785: “La masa no se crea ni se destruye, solo se transforma?” Pues mucho.

La primera vez que lo escuché fue en el colegio, pero como en muchos otros temas de mi vida escolar, no la pesqué ni profundicé, hasta que vi como mi mamá la ponía en práctica, claro que con algunas variaciones de su cosecha personal.

 En mi casa, la materia, que en este caso vendría a ser la comida, jamás se destruía ni se botaba, incluida la que quedaba en los platos. Antes de llevarlos a la cocina, pasaba por la fiscalización de mi mamá y, si quedaba algo, ella lo “raspaba” hasta no dejar ni un grano de arroz.  En cuanto a lo que hubiese en la olla, tenía sus estrategias para seguir fielmente otro concepto del postulado: la masa se transforma.

En el caso de las verduras y la fruta, por ejemplo, cuando ya estaban lacias las reutilizaba con mucha creatividad y, aunque el resultado tuvieras sabores curiosos la regla era una: “Se comen todo. Es pura vitamina”, a continuación, nos recordaba una regla inamovible: “Aquí no se bota nada”.  Así es como probamos la más variada gama de guisos. Me acuerdo de uno que hizo con sobras de espinacas, un poco de arroz y la salsa de tomate que sobraba de los tallarines, al horno con un poco de queso. O una vez que con los porotos que llevaban tres días dando vueltas, los transformó en sopa, agregó carne “picadita” y el detalle estrella: cubitos de pan frito. Genial.  Postre de manzanas cocidas con plátano molido y jugo de naranjas, a veces iba con merengue.  

Bien, estas prácticas que me parecían una exageración, con el paso de los años las fui incorporando cuando me casé y llegaron los niños. Hoy en mi casa, tampoco se pierde la comida. Al más puro Lavoisier, se transforma en cremas, acompañamientos o lo que se me ocurra.

Cuando estaban los siete en la casa, armaba los platos y se los presentaba como una receta italiana, griega, marroquí o el primer país que se me viniera a la cabeza. No puedo mentirles que muchas veces dudaron de la procedencia, pero rápidamente recurría a los nunca bien ponderados cuentos de creación espontánea, o historias y anécdotas de los países de “origen”. En esto, de alimentar a los hijos mañosos, cualquier método me servía.  

Con la ropa, me pasaba lo mismo. Las prendas podían sufrir cuantas transformaciones fueran necesarias para ser heredadas de generación en generación. Las poleras, pantalones, vestidos y parcas, según la necesidad, se arremangan o con una puntadita por aquí y por allá quedaban espléndidos. Incluso alguno de mis siete hijos llegó a ser el tercero en la línea de sucesión de las prendas en cuestión.

Siguiendo con el postulado, hoy confinada y con salidas restringidas, más que nunca me he acordado del francés.  Primero, porque es toda una hazaña salir a comprar. Segundo, porque estamos viviendo un tiempo muy especial estamos obligados a volver a la práctica de la sencillez y el arte de maximizar los recursos.

Por otro lado, mi marido tiene incorporado el mismo principio. Él arregla todo, pega, clava, ajusta. Le busca como sea hasta que da con la solución. “Me carga la moda de lo desechable”, repite sin rendirse mientras en su velador se acumulan la más variada gama de cosas por reparar. Desde anteojos, juguetes, adornos, cinturones, relojes y todo a lo que pueda ponerle un “un tornillito”, un “suple” o lo que su creatividad manual haga falta. Llega a tanto la cosa, que en una oportunidad la Jose, mi hija mayor y clienta frecuente, le dejó en el velador una cartera de género que se había roto y salido un botón. Ella, con la inocencia de la niñez y con una confianza ciega en su papá, no dudó un segundo en que él resolvería el problema, sin pensar en que la aguja no era precisamente parte de sus herramientas y coser una de sus habilidades.

Según mis hijos nosotros vivimos en modo “guerra”. No sé si tanto, pero creo que en algo tienen razón. A muchas personas de nuestra edad y que practican el principio de Lavoisier, seguramente lo hacen a consecuencia del recuerdo que nos quedó de los años vividos en la Unidad Popular. La dificultad que significaba conseguir los alimentos básicos después de hacer colas eternas, y arreglárselas con lo que había en otras áreas de la vida diaria, fue una experiencia que no se olvida.

En todo el tiempo que he tenido para hacer las cosas que he dejado para “después” o “cuando tenga tiempo”, me he visto frente a una reflexión que no le había tomado el peso. Ayer, por ejemplo, miré mi clóset, y a diferencia de lo que podría haber pensado hace un año, no me hace falta nada. No tengo necesidad de nada. 

Lavoisier defiende la materia y yo también, por eso decidí ampliar su postulado a mi vida diaria. Estar en mi casa y adaptarme a las circunstancias que nos ha tocado vivir, ha producido una transformación en mis prioridades e Ir más ligera de equipaje y no olvidarme de que la improvisación en una buena compañera para disfrutar de la vida.


Post Relacionados